Ese
día sentía que iba a ser mi día. Una vez más me presentaba a un
casting, una vez más lo intentaba, una vez más todas mis ilusiones
puestas en él. De una vez, por fin, sentía que iba a lograrlo.
Raramente me desperté con hambre. Me preparé café con leche y
tostadas, como si fuera cosa de todos los días desayunar. Ya
vestida, me miré al espejo y observé mi pelo: caos. Me reí. Así,
despeinada como estaba, con las ojeras sin tapar y las tostadas en mi
estómago, me sentía bien. Algo bueno iba a pasar, lo sentía en las
entrañas. Ese día iba a ser mi día.
Pero
no lo fue. La escena salió terrible. Me olvidé la letra, las
palabras salían extremadamante forzadas de mi boca, y al momento de
llorar sólo hice ruido. ¿Por qué? Si en casa me salía tan bien...
¿Por qué? Si ese dia iba a ser mi día.
Pero
no lo fue. Definitivamente no. Me amargue sólo un poco. Ya estaba
acostumbrada. Por lo menos me había levantado distinta. Dispuesta.
Por lo menos lo había intentado.
Salí
del lugar en cuestión y decidí entrar a un restaurant ubicado en
una esquina sobre la avenida Las Heras. Nada como un buen plato para
sacar la amargura, pensé.
Durante
el almuerzo no me acordé ni un segundo del casting fallido. El
televisor con el noticiero de fondo relatando la detención de Lázaro
Baez se encargaba de entrecortar mis pensamientos acerca de la señora
de al lado, que discutía con el mozo porque hacía más de media
hora que le había pedido un tostado, y encima de tarde, le había
llegado sin queso. En la mesa de mi otro costado dos adolescentes
hablaban del like de Justin Bieber en Instagram al
video del tan polémico Donald Trump, precandidato a presidente de
los Estados Unidos. Y, en frente, otro televisor, pero éste
transmitiendo el aumento de tarifa en los transportes a partir de los
próximos días. Los mozos se veían fastidiados. Dos de ellos
miraban hacia este último y regañaban mientras que el otro esperaba
que se rehiciera el tostado de la señora, con la misma expresión en
el rostro que los anteriores. ¿Yo? Comía y miraba casi todo a la
vez.
Por
un momento sentí que se me helaba una parte de la cabeza. No le di
bolilla. Seguí comiendo, en medio de todas esas personas, imágenes
y voces, mirando, interrumpida de vez en cuando por un pensamiento
que acotaba internamente algo sobre las situaciones que estaba
presenciando. Y por el conductor del noticiero de atrás, que parecía
tenerlo hablándome al oído derecho.
Pedí
la cuenta. Cientocincuenta y dos. Pagué con doscientos. El mozo me
trajo cincuenta de vuelto y me dijo que no me preocupara por esos dos
pesos que le debía. Le agradecí. Tomé mi billetera con la
intención de agarrar algunos billetes de dos, pero solo tenia uno de
cien. ¿Y la propina? No quería irme sin dejarle algo. Busqué y
busqué. No encontraba. ¿Cómo podía ser? Si siempre tenía
billetes de dos. ¿Cómo? Si en casa había varios.
Finalmente
encontré una moneda de dos y una de uno. Ni siquiera eran tres pesos
de propina, porque dos, como les dije, eran parte de la cuenta. Pero
bueno, qué podía hacer. Apoyé las tres monedas sobre la mesa. Por
un momento me sentí agotada. Como si hubiera sido la señora que aun
no recibía su tostado, el conductor presentando las noticias, los
mozos hartos de todo eso y las adolescentes que ahora discutían el
por qué del accidente automovilístico del cantante de Tan Biónica.
Pensé que cuando no estaba metida en mis pensamientos, me metía en
los de los demás. Bien adentro.
Agarré
el bolso y me levanté, no sin antes mirar las 3 monedas sobre el
ticket de la mesa.
Otra
vez sentí helarse una parte de mi cabeza, pero esta vez acompañada
de un sentimiento de angustia. Me consolé pensando que por lo menos
había buscado y había dado todo lo que tenía. Bueno, plata tenía,
pero necesitaba billetes de dos. Bueno, sí, no había dado todo lo
que tenía, pero porque los cien pesos no servían de nada si no
tenía cambio. Bueno, sí, tenía, pero había quedado todo en casa.